EL CRUCE- LA PATAGONIA
UNA CARRERA PARA RECORDAR
Tenía una boda de unos muy buenos amigos en Buenos Aires, y en cuanto supe la fecha, automáticamente busqué una carrera para un fin de semana antes o después. Así fue como encontré El Cruce.
Es una carrera de tres etapas: tres días, dos campamentos y un total de 100 km. Te transportan tu maleta grande de un campamento a otro, y tú solo cargas tu mochila de hidratación con lo necesario para la carrera. Las tiendas están incluidas; puedes llevar tu propio equipo (sleeping y colchón) o rentarlo ahí. También incluyen la comida y, por un costo extra, puedes contratar masajes, botas de compresión, tinas de hielo, yoga y estiramientos.
La carrera sale y termina en San Martín de los Andes. Un par de días antes nos dieron la ruta y la elevación exacta de las tres etapas. Esto se debe a que la ruta pasa por lugares privados y, por seguridad, no pueden publicarla con antelación. Aunque se llama El Cruce, ya no cruzas de un país a otro. Cuando empezó hace más de 20 años, sí se cruzaba de Argentina a Chile, y el nombre quedó.
La organización: entrega de kits e inauguración
La organización me sorprendió gratamente, tanto en la entrega de kits como en la logística para transportar maletas. Pero lo más espectacular fue la ceremonia de inauguración. ¡Un eventazo! Con 4,500 corredores divididos en cuatro grupos que arrancaban con un día de diferencia, la inauguración fue brutal: desde un cantante de ópera hasta la bandera de El Cruce pasando sobre nuestras cabezas con un video épico de dron, además del desfile de banderas del mundo. Un verdadero show.
Día 1: Ajustes y una caída inesperada
El primer día arrancó con cambios. A las 3 a.m. recibimos un correo avisando que, debido a los fuertes vientos, la ruta sería modificada: en lugar de 32 km con más elevación, correríamos 28 km con 1,000 metros de desnivel acumulado.
A las 5 a.m. llegamos al punto de encuentro y salimos en camión hacia la largada. Después de 1 hora y media, llegamos al inicio: un arco montado al pie de una montaña. Hacía frío y viento, pero nada insoportable.
Arranqué rápido, pero al kilómetro 6, mientras guardaba el celular, ¡PUM! Me caí feo. Volé y mi rodilla izquierda impactó directo contra una piedra. Sentí el golpe y pensé: “No me jodas, apenas va empezando”. Aunque tenía un par de cortes y la sangre no paraba, seguí corriendo. A los 100 metros me topé con un paramédico, quien me vendó la rodilla.
El resto de la etapa fue difícil, no tanto por la ruta sino por el frío, la lluvia y las emociones de la caída. Llegué al campamento cansada y congelada. La idea era bañarnos en el lago, pero con esos vientos, ¡ni de chiste! La organización improvisó y nos alimentaron con comida caliente en una sola carpa para los 1,000 corredores. Ese día solo quería limpiarme, ponerme ropa abrigadora (aunque olvidé mi pantalón en la maleta de San Martín) y descansar.
Día 2: Vistas impresionantes y un volcán inolvidable
El segundo día fue espectacular. Aunque la ruta tenía más desnivel y los primeros kilómetros fueron un reto (corríamos entre charcos y lodo que llegaba a las rodillas), el sol salió y las vistas hacia el volcán Lanín eran impresionantes.
Mi ritmo fue constante, pero quise disfrutar más que volar. Sabía que correr en la Patagonia era una experiencia única y quería absorber cada momento.
Llegar al volcán fue mágico. En ese punto, corredores del Grupo 2 venían en sentido contrario, y cruzarnos las miradas fue increíble. Correr en nieve al costado del volcán fue un sueño.
Los últimos kilómetros fueron pura bajada. Algunos volaban, pero yo fui más cautelosa para cuidar mis rodillas. La meta del día estaba justo al pie del volcán, y aunque aún faltaba un trayecto en camión al campamento, el abasto ahí fue delicioso: frutas, carne argentina (aunque no la probé porque no se me antojaba) y más.
Ese campamento fue lo máximo: sol, buena vibra, tinas de hielo (yo no las usé por mi herida), botas de compresión, masajes, food trucks, música y un típico asado argentino. ¡Increíble!
Día 3: La recta final
El último día comenzamos más tarde, a las 8 a.m. La organización fue estricta con los horarios de salida, que dependían de los tiempos acumulados. La ruta fue preciosa, pero los últimos 8 kilómetros se sintieron eternos. Ya iba cansada y solo quería llegar.
Lo bonito del trail running es que siempre conoces a gente nueva, ya sea platicando o simplemente compartiendo el camino.
Llegar a la meta fue una locura: la vibra, la gente y el paisaje hicieron que mi típico avioncito al cruzar la meta durara 400 metros. La meta estaba a la orilla del lago de San Martín de los Andes, y la llegada fue inolvidable, con un speaker de primera.
—
Aunque el costo de la carrera es elevado, entiendo el valor. Como alguien que organiza carreras, puedo reconocer todo lo que implica: paramédicos cada pocos kilómetros, helicópteros, carpas de primeros auxilios, logística de transporte, cocineros, plantas de luz… Todo estuvo impecable.
El Cruce valió la pena al 200%. Fue una experiencia que se quedará conmigo para siempre.